domingo, 4 de mayo de 2008

Madre no hay más que una.


Dicen que hace falta ser madre para entender cuánto y cómo quiere una madre. Posiblemente. Porque no existe un amor más puro, más incondicional, más entregado. Es un amor que no se cuestiona: una madre ama a sus hijos con una intensidad irracional, total. Prefiere que le pase algo a ella antes que a sus pequeños. Les duele su dolor, llora sus penas y se angustia con sus inquietudes. No tiene días libres, ni vacaciones, ni jubilación en su trabajo como madre. No importa que ya sea anciana y, sus hijos, adultos: ella siempre será su madre, la que se preocupa, la que quiere con amor infinito.


Demasiado a menudo, damos ese amor por sentado. Como algo normal. Como contamos con él de forma incondicional, tendemos a olvidar su inmensidad y su pureza. Y sólo nos paramos a reflexionar sobre él cuando tenemos miedo a perderlo. ¿Por qué? ¿Acaso no deberíamos celebrarlo como el milagro que és? ¿Festejarlo en toda su grandeza? ¿Dar gracias por él?


Este es el único fin del Día de la Madre. Sería una pena que dejáramos que se ahogara en un mar de trivialidades, o que lo sintiéramos como una obligación en vez de recuperar su verdadera esencia: decir, sencillamente, gracias. Por todo, y desde lo más profundo del corazón, gracias.

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